En un rincón olvidado del universo, bajo un puente que alguna vez fue emblema de progreso y unión, yace el eco de una entidad que alguna vez fue. Envuelto en harapos, impregnado del olor acre de la desesperación, este ser fue una vez un príncipe entre príncipes, poseedor de riquezas, poder, amor y admiración. Pero, cegado por la arrogancia y corrompido por la maldad, ansiaba más allá de todos los límites, incluso a costa de su propia alma.

Su sed de dominación era insaciable, este deseo le empujaba a preferir la oscuridad a la luz que un día había sido su guía. Se desprendió de sus orígenes, abandonando a Aquel que lo había creado, lo había amado y lo había bendecido más allá de todo sueño. Su palacio, el más magnífico de todos, fue cambiado por una cama fría bajo un puente, símbolo de su descenso en desgracia.

Ahora, desprovisto de toda dignidad y envuelto en un aura de fracaso, este ser lucha no sólo contra el frío y el hambre sino que está consumido por un enorme ego y un corazón impregnado de odio y rencor. Su deseo de supremacía y engrandecimiento personal sigue siendo insaciable; si fuera posible, sometería cada hogar a su voluntad, en una perpetua búsqueda de dominación.

El olor que lo rodea se ha fusionado con él; ya no le perturba, puesto que preludia la inevitable putrefacción de su ser. Él encarna la tragedia de aquellos que, dotados de luz pura, eligieron la oscuridad, perdiendo cada posesión preciosa. Es una advertencia contra la arrogancia y la codicia, un recordatorio de que, a pesar de los dones y las riquezas, la verdadera caída está en ser consumido por deseos oscuros y destructivos.

Mientras deambula, su presencia se convierte en un faro de terror y disgusto, acelerando su declive cada vez que inspira miedo. Envejece rápidamente y su figura es cada vez más fantasmal.

La ciudad, testigo de su pasada arrogancia, ahora lo evita, una sombra entre las sombras, un ejemplo vivo de las consecuencias del orgullo. Pero en su corazón no hay sabiduría, sólo una insaciable sed de venganza.

En su última noche, lo encuentro moribundo, un caparazón vacío que aún desafía al cielo con blasfemias. Su existencia se extingue, dejando tras de sí sólo el recuerdo de una elección fatídica: la soledad y la oscuridad.

La lluvia que comienza a caer no sólo borra las huellas de su existencia sino que también simboliza una purificación universal. Toda la creación, ahora plenamente consciente de su historia, despierta a un nuevo amanecer, enriquecida por la comprensión de la importancia de la humildad, el amor y la comunidad. Su vida, advertencia perenne, incita a todas las criaturas a una profunda introspección y crecimiento, a un compromiso renovado con la armonía divina y el bien común.

El universo, testigo de este fin, no es inconsciente sino profundamente consciente. Su fallecimiento marca una lección universal, recibida no con alegría sino con reflexión. Se convierte en un símbolo de advertencia contra la arrogancia y el orgullo.