La construcción de un castillo de arena es un proceso mucho más largo y trabajoso que su destrucción, que, como es sabido, puede suceder en un abrir y cerrar de ojos, a manos de cualquier niño pequeño. Esto es debido a la naturaleza de la arena misma, la cual es la materia de la que está constituido el castillo de arena. Los millones de granos de arena, por su naturaleza, no se amalgaman. Y cuando, por medio de un constructor improvisado, lo hacen, el equilibrio que les da la forma de un castillo puede ser roto muy fácilmente. A menudo basta solamente un soplido.

Así es la naturaleza del mal. Al igual que la arena, desde hace siglos y milenios ha sido plasmada laboriosamente por su príncipe, a fin de que asuma la forma de un reino grande, fuerte e imbatible. Pero la propia naturaleza del mal es extremadamente individualista, egoista, oportunista, mentirosa, malévola, envidiosa y destructiva. Por lo tanto, los infinitos “granos del mal” que hasta ayer colaboraron para formar su reino, justo por sus ganas de exaltación del yo a costa de cualquier otro ser, pueden pasar en un abrir y cerrar de ojos a la competición, para finalizar inevitablemente en guerra con quien los rodee, sea amigo o enemigo.

El mal, propiamente por su naturaleza, no es capaz de amalgamarse de manera homogénea y duradera. Ello crea coaliciones, pactos y acuerdos. Sin embargo, cualquier momento o cualquier excusa son buenos para someter repentinamente el aliado de ayer en su propio beneficio egoista de hoy. La lealtad y el sacrificio no está en casa en el reino del mal. Todavía menos lo está el amor que lleva a un resultado exactamente opuesto: es decir, a la colaboración, a la unidad y a la búsqueda recíproca del bienestar común.

En otras palabras, el frente del mal no está unido como me quiere hacer creer. Es más, cada pieza individual del mal, estando en la búsqueda constante de la propia autoexaltación, le encantaría prescindir de sus aliados, destruyéndolos a todos con la máxima satisfacción y placer perverso. Estos actores del mal apenas limitan el propio impulso hacia la cúspide de la pirámide, haciéndolo solo por sus cálculos malignos y oportunistas. Por lo tanto, tal autolimitación del mal de su naturaleza destructiva, es siempre y solamente temporal. Basta solo una chispa mínima para hacer deflagrar los granos infinitos del mal en una guerra fraticida, a la búsqueda de la supremacía individual más absoluta. De hecho, el príncipe del mal en persona es el más paranoico de todos, ya que teme una puñalada por la espalda en cualquier momento y por parte de cualquiera de sus “amigos”. Ninguno, ni siquiera él, duerme tranquilamente en el reino del mal, porque la maldad es tan voraz que se puede devorar a sí misma.

El malvado no soporta que el prójimo sea igual a él, y mucho menos superior, sea quien sea. El malvado acepta y tolera solo al sometido, instrumento útil y necesario para su exaltación. Los aliados del malvado colaboran, pero se odian profundamente, se envidian constantemente y, antes o después, acabarán obligados a destruirse el uno al otro. He aquí porqué el mal es infinitamente estúpido, y para nada progresista (aun habiendose autodeclarado iluminado), y por encima de todo, destructivo y letal de tal forma, que no puede ser verdugo de sí mismo, quitando pronto el trastorno a lo creado que por tanto tiempo ha masacrado y torturado con sus planes locos e imposibles.

No, no estoy preocupado por el mal que hace estragos en mi vida y en mi sociedad. El mal no es capaz de durar, porque le faltan justamente esas características vitales necesarias para construir un “castillo” fuerte y resistente a la intemperie del tiempo. El mal tiene la mortalidad escrita en su ADN, al contrario del bien, el cual, siendo  la imagen del Creador impresa en su creación, es inmortal.