El príncipe de Matrix está podrido por dentro irremediablemente. Y esa podredumbre alcanza niveles verdaderamente escalofriantes.  El dolor de sus semejantes y de su prójimo, comprendidos sus más íntimos colaboradores (!) le provoca  placer… un profundo placer…un disfrute exagerado. Y cuanto más agudo es el dolor, más visceral y abarcador es su disfrute.

El dolor del prójimo es para él  como una droga con efectos alucinógenos, una droga a la que está completamente subyugado y que día  tras día humilla sus espléndidos orígenes celestiales.  El príncipe es un esclavo de la prisión que él mismo ha construido. Y este encarcelamiento lo ha doblegado físicamente y lo ha quebrado moral y espiritualmente. Su raciocinio y su lucidez se desvanecen en un abrir y cerrar de ojos en presencia de su droga, que ejerce un dominio absoluto sobre él. De hecho, es su maestra. Ante ella se arrodilla y se somete día tras día de forma supina. Qué triste es ver al antiguo querubín con las alas extendidas arrodillado ante el sadismo más desenfrenado y cruel, deseoso hasta la ceguera de infligir sufrimiento y tormento a cualquiera que le rodee, sea enemigo o amigo. Y esta perversión ha roto todos los límites, ya que incluso se complace en su propio sufrimiento y disfruta de sus actos diarios de autohumillación. Lo que es intolerable para una mente sana es deseable para él.

Lo que es despectivo, degradante, escuálido y mortificante, para él es estimulante y excitante. El ex astro matutino, hijo de la aurora ha caído del cielo a un estado tan degradante de humillación yaniquilación que cada molécula de su ser se avergüenza de representarlo. La verdad real es que el “príncipe” es un miserable esclavo que, en sus pocos momentos de lucidez, se odia profundamente a sí mismo y se considera repulsivo, asqueroso y nauseabundo. El  autodenominado   portador   de   luz,   no   porta   ahora   más   que   podredumbre,   desviación,   enfermedad, putrefacción, esquizofrenia y perversión. El que antes era la criatura más resplandeciente del universo está ahora podrido por dentro, pero tan podrido que un hedor pútrido le acompaña allá donde va.  Me parece reconocer este hedor: ¡es el hedor de la muerte!